jueves,18 agosto 2022
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Análisis del peso de la lengua inglesa en la divulgación

Las consecuencias del idiomismo en la ciencia

La definición de idiomismo en Phillipson se centra en la idea de desigualdades creadas entre las comunidades en función de sus lenguas, de manera que a uno le gustaría saber de qué manera se hacen concretas esas desigualdades creadas en favor del inglés, con qué consecuencias y cómo podemos prevenirlas.

Juan Luis Conde, Universidad Complutense de Madrid

En su libro El lenguaje como cultura y bajo el ilustrativo epígrafe “El discurso argumentativo inglés como forma prioritaria de discurso científico”, el eminente lingüista y germanista Enrique Bernárdez pasa revista oportunamente a las ventajas (para los dominantes) y las desventajas (para los dominados) que se derivan del idiomismo anglófilo. Aunque se centra fundamentalmente en su ámbito de trabajo, la lingüística, sus observaciones exceden de largo ese área de conocimiento y son sin duda aplicables al conjunto de la actividad científica. Selecciono algunos pasajes que copio y pego limitando mis comentarios al uso de la negrita:

  • La exclusividad del inglés se manifiesta también la construcción misma del discurso científico de la lingüística (y de otras disciplinas, pues el inglés es, indudablemente, el idioma de la ciencia). No es sólo que el lingüista cuyo idioma materno no sea el inglés haya de presentar en esta lengua desde los resúmenes de propuesta de comunicaciones en congresos (internacionalmente denominados abstracts) hasta los artículos, presentaciones orales, conferencias e incluso, si quiere tener un mínimo de difusión internacional, los libros. Eso sí, quien tenga el inglés como idioma materno no se verá en tal tesitura, de modo que el haber nacido en determinado lugar en vez de otro representará ya una ventaja considerable para su actividad científica, en lingüística o en casi cualquier otra disciplina. El no anglohablante se encontrará siempre en desventaja, por muy bueno que sea su inglés, porque nunca será como el de un nativo.[1]
  • Ciertamente no puede caber duda de que este sistema de exclusividad del inglés como lengua de la ciencia, también de la lingüística, está hecho para otorgar una enorme ventaja de salida a quien haya tenido la inmensa suerte de aprender inglés desde niño. De ahí, seguramente, las políticas nacionales destinadas a facilitar el aprendizaje de ese idioma desde la infancia. Pero eso apenas sirve: la enseñanza sólo mínimamente parcial en inglés siempre será incapaz de sustituir la inserción exclusiva en el idioma y la cultura correspondiente a lo largo de muchos años (…) No se puede convertir a nadie en hablante nativo de inglés para competir en igualdad de condiciones; quizá lo que haya que hacer es reducir y rebajar el peso, tantas veces asfixiante, de la lengua inglesa, para crear una situación de mínima igualdad en la competencia científica internacional.[2]
  • Entre los aspectos formales de organización y redacción que se valoran como parte indisoluble del esfuerzo científico están también la extensión y organización de las oraciones, lo que con frecuencia representa un grave problema para los hablantes de lenguas románicas, pues para nosotros las oraciones largas son algo natural, no un defecto de estilo (…) Así que el simple hecho de ser hablante de inglés y haber aprendido en la escuela a construir frases cortitas y párrafos simétricos nos facilitará de modo muy considerable (…) el que se tome en consideración nuestra investigación científica.[3]
  •  El trabajo del no anglohablante, por tanto, es doble que el del anglohablante: no basta con haber hecho un descubrimiento, con presentar una propuesta teórica, un análisis novedoso. Eso es suficiente solamente para el nativo [angloparlante]; los demás tenemos, además, que presentar esos datos en una lengua que nos es extranjera.[4]

Bernárdez eleva la perspectiva: no solamente se detiene a enumerar las ventajas y desventajas que para los científicos representa el idiomismo anglófilo. Sugiere también consecuencias rara vez tenidas en cuenta para el propio conocimiento, derivadas de las características particulares de la lengua inglesa, que conoce perfectamente como parte de su propio ejercicio profesional. Así:

Resulta que, por algún motivo, el inglés posee una desaforada afición metafórica y metonímica (…) De manera que, posiblemente más que en ninguna otra lengua de nuestro ámbito cultural, las generalizaciones a partir del inglés resultan de lo más arriesgado.[5]

Bernárdez concluye taxativamente: “La vuelta al multilingüismo en lingüística es una necesidad imperiosa.”[6] Esa conclusión debería hacerse extensiva a todas las disciplinas: no hay que facilitar la adquisición prioritaria del inglés por parte de los demás, sino que hay que permitir que el trabajo de todos se desarrolle en las mismas circunstancias de las que hoy gozan exclusivamente los hablantes de inglés.

Comprensiblemente, Bernárdez dibuja el resultado de “El discurso argumentativo inglés como forma prioritaria de discurso científico” como un sistema afín al colonialismo[7] . En su primer capítulo de El lenguaje como cultura, titulado “Sobre la situación actual de la lingüística teórica”, cita reiteradamente al lingüista francés Charles Xavier Durand, quien, en un artículo de 2006 de título elocuente, “If it’s not English, it’s not worth reading”, escribe:

No cabe duda de que el descenso en la calidad de la investigación académica en la Europa continental tiene que ver con la gradual sustitución de talentos excepcionales por una nueva generación de seguidores de tendencia, cuyo crecimiento se ve favorecido por la obligación de publicar en inglés, y que se someten a unas reglas de evaluación que ya actúan como una camisa de fuerza para la mente.[8]

Por mi parte, he utilizado en otro lugar la expresión “conocimiento franquiciado”[9] para definir las particulares consecuencias que acompañan a lo que Durand denomina “seguidores de tendencia”. Para este panorama tan típicamente universitario, el negocio de las franquicias se me antoja la imagen más atinada: esos centros comerciales de cualquier rincón del mundo globalizado en los que el visitante se encuentra, invariablemente, con las mismas tiendas que le ofrecen los mismos productos. Da lo mismo estar en Buenos Aires que en Frankfurt o en Shanghái: las franquicias ocupan el lugar de los negocios particulares que tenían nombres indígenas; vacían las calles y los centros comerciales de negocios locales. Con sus nombres foráneos dan la impresión de prosperidad y modernidad, incluso de exotismo — mientras que en realidad homogeneizan y destruyen la diversidad que existía previamente. Igual que los negocios que se deben a una casa matriz, cuyo respaldo publicitario reciben y a la que pagan por él, la periferia científica mundial adopta sus temas, sus “líneas de investigación”, sus áreas de conocimiento, el nombre de sus departamentos y hasta las plantillas de sus artículos, con sus puntos y sus comas (stylesheets), de las marcas que se fraguan en el centro angloparlante. De esa manera el conocimiento se hace réplica, se clonifica, y los investigadores buscan y obtienen sus recompensas precisamente de esa clonificación.

CÓMO RESISTIR AL IMPERIALISMO LINGÜÍSTICO Y PROMOVER EL MULTILINGÜISMO

La posibilidad de reconducir la actitud de las autoridades locales que apoyan el programa de imperialismo lingüístico pasa en primera instancia por advertir a todos aquellos que colaboran con él inconscientemente, desde la creencia de que se trata de algo beneficioso o positivo. Eso puede conseguirse tanto mediante actos de protesta cortés como con prácticas personales que transmitan, ante todo, la constatación de que no todo el mundo está de acuerdo con el “dominio del inglés”. La ruptura manifiesta del consenso sería el objetivo número uno.

Las diversas acciones pasan por tener en cuenta ante cada decisión tres distinciones indispensables:

1) Obligatorio/conveniente

No existe precepto constitucional ni ley que pueda imponer a un ciudadano español el uso de una lengua extranjera: es una cuestión elemental de soberanía. El inglés como “lengua de la ciencia” tampoco es algo que se haya votado en ningún foro científico: carece de cualquier tipo de refrendo democrático. Como escribe Ch. X. Durand:

La expansión del inglés como lingua franca de la ciencia y la tecnología no es consecuencia de una elección libre realizada por la mayoría. El uso del inglés ha sido activamente impulsado por los anglohablantes nativos y ha sido impuesta a la mayoría por una diminuta minoría de responsables de la toma de decisiones en la Europa continental y otros muchos países de todo el mundo.[10]

El objetivo fundamental consiste en impedir que se franquee la fina barrera que separa lo conveniente de lo obligatorio. Lo “conveniente” es un recuerdo razonado y persuasivo; lo “obligatorio” se basa en la existencia, tácita o expresa, de medios de coerción y coacción. Recordemos a Tácito: “la competencia por el premio se convirtió en una exigencia”. Pues bien, eso no puede tolerarse. Es importante que bajo ningún concepto lo más o menos conveniente (saber inglés) se convierta en una obligación.

Eso supone combatir cualquier forma de obligatoriedad: p. e. deberíamos manifestar nuestra protesta cada vez que se nos fuerza a incluir abstracts en esa lengua, cada vez que se nos exige redactar en inglés cualquier documento por parte de un ministerio o institución española, cada vez que se nos imponga de ninguna forma la inclusión del inglés en cualquiera de nuestras producciones.

2) Individual/colectivo

El conocimiento del inglés es aducido por muchos como una gran oportunidad que le ha “abierto muchas puertas”. Y eso no se discute. Pero olvidan que eso ha sucedido mientras el conocimiento de esa lengua era una oportunidad restringida a unos pocos, que podían permitirse el lujo de estudiar en colegios especiales o eran enviados a programas de inmersión lingüística in situ. Esa situación surgida de posiciones privilegiadas deja de tener sentido allí donde programas “bilingües” forzosos pretenden hacer a todos competentes en esa misma lengua. En un mundo donde las ventajas individuales de hablar inglés hayan dejado de ser tales porque se ha convertido en una obligación para todos, no sólo se vivirá una imposición: lo que antes fue un ventaja para unos pocos que disfrutaban de los privilegios de su acceso se convertirá en una minusvalía social inducida para todos aquellos que, por las razones que sean, fundamentalmente económicas y sociales, no puedan coger el paso de los demás. El fenómeno se vive ya de manera acuciante allí donde se aplican programas “bilingües” en la educación secundaria. El inglés para todos es un atropello.

Existen pocas falacias tan grandes como la de la “democratización” del acceso al inglés. Lo que no suponía mayor conflicto cuando se trata de casos individuales se transforma en un problema de alcance extraordinario cuando se plantea como un objetivo para todo el colectivo nacional. Que algunos españoles se eduquen en inglés, no es mayor problema, a priori; que todos los españoles se eduquen en inglés es el fin de la soberanía nacional. Es algo que sólo ha sucedido en las colonias. Supone resignarse a un tratamiento colonial. Un ejemplo muy a mano de la cuestión puede verse en Gibraltar, donde el castellano se habla en la calle y el inglés en las aulas. Los estudios sociolingüísticos que se han publicado inciden en un hecho fundamental: los estudiantes formados en ese sistema ignoran la creación en lengua castellana. Ven películas en inglés, escuchan canciones en inglés, leen libros o tebeos en inglés. Inevitablemente se está causando un daño irreparable a la creación de cualquier tipo en nuestras lenguas a medio y largo plazo.[11]

Ya hemos visto cómo el estimulo a la promoción individual es el arma para la sumisión del colectivo. Además, la colectivización de la adquisición y uso del inglés provoca una pérdida subsiguiente para el conjunto de las diversas lenguas, las cuales dejan de desarrollarse y retornan a lo gregario, a lo doméstico. Ya llegan a nuestros buzones manifiestos procedentes de grupos universitarios en Holanda o Dinamarca, países pioneros en convertir legalmente el inglés de “primera lengua extranjera” en “segunda lengua nacional”, y donde el uso masivo del inglés en la educación superior está provocando una reducción de sus lenguas nacionales a lo que (por emplear una expresión que hizo fortuna antes de la aparición del euskera batua) se denominaba con desdén “lengua del caserío”. Es decir, también en Europa se comienza a marchar hacia la diglosia funcional, con una variedad alta (el inglés) y otra baja (la lengua nacional).

Resulta casi ridículo tener que recordar aquí que entre las obligaciones que asisten a las autoridades e instituciones de un país está la de defender su o sus lenguas y, en esa defensa, ocupa un lugar fundamental su desarrollo científico. Una lengua que no evoluciona plenamente al dictado de las necesidades científicas produce un efecto catastrófico: no solamente queda excluida ella misma de la competencia internacional sino que deja sin esa capacidad a las generaciones sucesivas, que se arriesgan a un estado de diglosia consolidado. El apoyo al inglés supone la derrota para las lenguas oficiales de nuestro país.

Como consecuencia hay que oponerse a cualquier supuesta “democratización” del acceso al conocimiento exclusivo del inglés que, de hecho, se transforma en la obligatoriedad de conocerlo. A cambio hay que defender activamente el multilingüismo: reclamar la puesta en marcha de programas de educación lingüística en diversas lenguas, con el objetivo de que cada europeo sea competente al menos en dos, además de la materna, sean estas las que sean.

3) Privado/público

Por supuesto que nadie está aquí postulando que no se aprendan lenguas, todo lo contrario. Pero se recomienda observar una diferencia fundamental entre su uso privado y público. El dominio público añade una dimensión simbólica al uso de las lenguas: esa dimensión es correlato del tratamiento que se asigna a la comunidad lingüística a la que representa. Por eso el uso de las lenguas en la diplomacia está drásticamente sujeto a protocolos y se producen graves conflictos al respecto, y por eso se debería exigir a las autoridades que, cuando actúan como tales, administren con gran cuidado su uso de las lenguas propias y ajenas. El ridículo de una alcaldesa de Madrid balbuciendo inglés en Buenos Aires todavía se recuerda con bochorno. Pero poca gente da la importancia debida a que el propio rey de España se exprese en Barcelona no en catalán ni en castellano, sino en inglés con motivo de la inauguración de un congreso internacional, sea cual sea – relegando a la lengua castellana a un lugar subsidiario, como si no tuviese la misma relevancia internacional.

Esas circunstancias nos obligan a exigir que ninguna instancia pública, sostenida con dinero del contribuyente español, financie proyectos de investigación que exijan “dominio del inglés”. Eso exige pensar también personalmente en qué condiciones hablar inglés y hacerlo seguramente con menor frecuencia. Por ejemplo, declinar hablar inglés en público así como evitar (y denunciar) congresos en los que el inglés sea obligatorio. Allí donde existe la opción, elegir el “público restringido” y optar preferentemente por la propia lengua. Mientras que elegir el panel en inglés convenga (quizá) solo a cada uno de nosotros, rehuirlo nos conviene a todos.

 

Este artículo corresponde a la segunda parte del publicado el pasado 23 de mayo con el título Resistir al idiomismo y promover el multilingüismo en la ciencia.

 

[1] E. Bernárdez, El lenguaje como cultura, Alianza, Madrid, 2008, p. 63.

[2] Íbid. p. 64

[3] Íbid. p. 72

[4] Íbid. p. 65

[5] Íbid. p. 62

[6] Íbid. p. 84

[7] Íbid. p. 90

[8] Íbid. p. 75

[9] Cf. mi artículo “No descuide sus pertenencias: comunidad lingüística y conocimiento franquiciado”, (Revista Stultifera, 3 (1) (2020), pp. 16-40), reelaborado como capítulo en mi libro Armónicos del cinismo (Reino de Cordelia, Madrid 2020).

[10] Cf. E. Bernárdez, El lenguaje como cultura, p. 81.

[11] Cf. http://juanluisconde.blogspot.com/2012/09/el-sueno-de-esperancita.html

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